El F/V Thunder desapareció bajo las aguas a las 6.39 horas del 6 de abril de 2015 a escasas millas de la costa de Santo Tomé y Príncipe. Fue el final de una persecución tan épica como histórica: duró 110 días, a lo largo de 18.000 kilómetros y a través de tres océanos diferentes, entre el Índico sur y el Golfo de Guinea, tormentas antárticas y bloques de hielo del tamaño de estadios por medio incluidos. En virtud de las sentencias posteriores que cayeron sobre su oficialidad de este pesquero —penas de entre 32 y 36 meses de prisión y 15 millones de euros por falsificación, contaminación y daño al medio ambiente impuestas por un tribunal de la isla africana para el capitán Luis Alfonso Rubio Cataldo, de nacionalidad chilena, y para los gallegos Agustín Dosil Rey, jefe de máquinas, y Luis Miguel Pérez Fernández, segundo mecánico— así como de las demandas de la organización ecologista que obró el milagro del fin de la actividad furtiva de este arrastrero, fue el capitán quien decidió hundir el barco con el fin de ocultar las pruebas del delito. La fuga con final agridulce es considerada la más larga de la historia pesquera. 

El barco, al que una semana antes Nigeria había retirado su pabellón tras la presión internacional y dada la publicidad que obtuvo el caso, había tenido una decena de nombres así como otras tantas banderas de conveniencia. Llevaba años en la lista de pesqueros furtivos de Interpol sin que hubiese tenido apenas percance por ello y se había ganado el apelativo del navío más famoso del mundo en lo que a artes ilegales se refiere, con más de una década de actividades delictivas en su currículum. Integrado en el conocido como grupo de los Seis Bandidos, por las seis embarcaciones que lo formaban, estaba especializado en la pesca furtiva y venta en el mercado negro de merluza negra. 

La impunidad con la que el Thunder desempeñó su actividad delictiva durante más de una década fue total. Como relata Ian Urbina, periodista habitual de medios como The New York Times o National Geographic, quien estuvo a bordo del Bob Baker, una de las embarcaciones que persiguió al Thunder, “para actores despiadados como el Thunder, el mar es una gigantesca batalla campal sin norma alguna”.

El magnate gallego del sector Florindo González Corral era el armador del Thunder según Sea Shepherd, con “un vínculo irrefutable” con la escurridiza embarcación, pero eso quedaría probado tres años más tarde de la persecución. En 2018, en virtud de las mencionadas pruebas, además de las que recogió la ONG tras el hundimiento, y tras varias redadas de la Guardia Civil en empresas gallegas, el Gobierno español sancionaba con una multa de más de ocho millones de euros a tres compañías españolas por explotación de dos buques furtivos, uno de ellos el Thunder. En el centro de la operación, llamada  Jack Sparrow, se encontraba González Corral.

Ni policía ni patrulleras

Los responsables del arrastrero, que contaba con una abrumadora mayoría española en la oficialidad, además de una treintena de tripulantes indonesios, fueron finalmente sancionados por autoridades y jueces de un Estado, pero el buque no fue perseguido por patrulleras policiales ni organismos estatales. Fue una ONG, Sea Shepherd, quien puso dos barcos  —con su tripulación, equipo y millonarios fondos necesarios— para parar al Thunder, en la llamada operación Icefish. Como señala Urbina, en referencia a las aguas internacionales, “sin una autoridad clara, estas inmensas regiones de aguas traicioneras albergan una criminalidad y una explotación desenfrenadas”.

Actualmente no existe un marco general o integral para proteger la vida marina en alta mar

El periodista, especializado en delitos marítimos, recopiló en Océanos sin ley: viaje a través de la última frontera salvaje (Capitan Swing, 2020) su experiencia a lo largo de años investigando los delitos en alta mar. El episodio del Thunder es solo el primer capítulo, pero el volúmen documenta desde el horror, la explotación y la esclavitud que se producen en la flota pesquera tailandesa de alta mar hasta los heroicos (y a menudo infructuosos) esfuerzos de pequeñas naciones como Palaos por frenar la sobrepesca masiva e ilegal. De las historias de marineros abandonados en barcos fantasma y polizones obligados a saltar por la borda a secuestros de pescadores, tráfico de personas, comercio ilegal, robos de mercantes, timos milmillonarios y piratas, estos últimos a menudo armados con traje y corbata más que con kalashnikov. Es un libro que describe las actividades de los balleneros gigantes japoneses, auténticos mataderos flotantes calificados de barcos “científicos” por las autoridades niponas y destinados a introducir ballenas en latas, así como las triquiñuelas de mercantes y cruceros de lujo para contaminar el mar con sus residuos. Y todo ello, mucho más que a menudo, sin consecuencia alguna. 

Tres cuartas partes del océano

El 64% de la superficie oceánica de la Tierra se encuentra fuera de la jurisdicción nacional de cualquier Estado. Aunque existen acuerdos regionales —a menudo no vinculantes, como el de las naciones árticas sobre las aguas del polo— y sectoriales para regular ciertas actividades, principalmente la pesca de determinadas especies, lo cierto es que la ausencia de norma es la norma. El Tratado Global de los Océanos, en negociaciones desde hace años en Naciones Unidas, es la herramienta que podría empezar a poner orden y acabar, al menos en parte, con esta situación.

“La impunidad es la norma en el mar no solo por la ausencia de controles, sino también por el abanico de personajes que, con cuestionables creencias y motivaciones, tienen en sus manos su aprovechamiento”, señala Urbina

Como señala la responsable de Océanos de Greenpeace, Pilar Marcos, “si sale adelante será un motivo de celebración, pero si no se le dota de mecanismos reales para gestionar esa conversación entre los que explotan la mar va a ser complicado que sirva para frenar la situación actual de los océanos”. El objetivo, en cualquier caso, es ambicioso: proteger el 30% de las aguas marinas del planeta para el año 2030. Hoy solo el 1% goza de algún grado de protección.

Impunidad

“La impunidad es la norma en el mar no solo por la ausencia de controles, sino también por el abanico de personajes que, con cuestionables creencias y motivaciones, tienen en sus manos su aprovechamiento”, señala Urbina en el epílogo del libro. Además, las pocas normas que se cumplen en aguas internacionales, tal como remarca el estadounidense, “las han elaborado a lo largo de los años los diplomáticos y las industrias de pesca y el transporte”. Un cóctel que tiene víctimas: la salud de las aguas y los seres que las habitan, y los humanos pobres que se ven abocados a ellas para sobrevivir. 

Como denuncian desde Greenpeace, actualmente no existe un marco general o integral para proteger la vida marina en alta mar. Mientras el Día Mundial del Medio Ambiente, corporaciones y empresas lanzaban su ración de greenwashing con campañas publicitarias medioambientales, las cifras son abrumadoras. El 55% de los mares soportan actividad pesquera, con cinco naciones gestionando el 77% de la flota, una de ellas España. Con datos del último informe anual de Oceana, solo 29 países más la UE son responsables del 90% de las capturas. Solo en las aguas de África Occidental se extraen cada año 500.000 toneladas de peces que acaban convirtiéndose en piensos para la acuicultura y la agricultura, suplementos dietéticos, cosméticos y productos alimenticios para mascotas, como denuncian desde Greenpeace. La tecnología, desde 1950, ha permitido que el ser humano pesque cada década 350 metros más profundo, sobreexplotando cada vez más rincones de los océanos.

La basura y los plásticos son ya un elemento omnipresentes en los mares. La ONG ambientalista denuncia que cada segundo, más de 200 kilos de basura van a parar a los océano, una cifra lejos de rebajarse, ya que la producción de plásticos ha aumentado un 900% desde 1980, la mitad de dicho incremento en la última década. Son materiales que contaminan las aguas y dañan —y matan— a la fauna.

Marcos matiza que “no es lo mismo la contundencia con que dicen sí al tratado los pequeños estados insulares del pacífico que los ‘sí pero’”

Entre la pesca, la destrucción de hábitats, la contaminación, la acidificación de las aguas y, cómo no, la llegada del cambio climático, las cifras de pérdida de biodiversidad marina son abrumadoras. Conocido es el caso de los corales, en grave declive y camino de perder el 90% de sus colonias en cuanto el planeta alcance los 1,5ºC de calentamiento. Pero las pérdidas son globales y en todos los grupos de fauna y flora. El informe Planeta Azul Viviente, del WWF, recopiló las pérdidas de biodiversidad marina entre 1970 y 2012, con descensos de población de un 75% en algunas especies como la familia de los escómbridos, de la que forman parte el atún y el bonito. Una de cada cuatro especies de tiburones y rayas está bajo amenaza de extinción, por no hablar del peligro crítico en el que se encuentran especies como la foca monje mediterránea, la ballena gris, el manatí o la vaquita marina.

Parques de papel

El Tratado Global de los Océanos es la piedra que pretende frenar esta escalada destructiva, pero el camino es arduo. La tercera ronda de negociaciones, celebrada en Nueva York en agosto de 2019, acabó sin avances claros. Y no ha habido más avances: la pandemia provocó la cancelación de la prevista en 2020 y recientemente Naciones Unidas anunció que la de 2021 se celebrará finalmente en la primavera año que viene.  Como indica la responsable de Océanos de Greenpeace España, el texto del tratado “está completamente congelado”. Aunque actualmente 70 países afirman que firmarán el texto, Marcos matiza que “no es lo mismo la contundencia con que dicen sí al tratado los pequeños estados insulares del pacífico que los ‘sí pero’”. 

Las negociaciones sobre el Tratado Global de los Océanos terminan sin avances claros

REDACCIÓN EL SALTO“Habrá que ver cómo queda el texto final, por ejemplo con las áreas protegidas. Queda muy bien establecer áreas protegidas en alta mar y crear mapas de vivos colores que dicen que aquí no puedes hacer o se tienen que regular determinadas actividades, pero a la hora de establecer los planes de gestión son parques de papel, que se dice en terminología marina: mapas de colores que no llevan ninguna gestión detrás”, denuncia la responsable. 

Entre los países que ya han dicho sí al tratado se encuentran algunos de dudosa reputación en lo que a protección de las aguas se refiere. “Noruega, por ejemplo, que se ha encargado de minar la protección del Ártico”, apunta Marcos. Entre los votos negativos, clásicos de la extracción de minerales fósiles como Rusia, o países con grades flotas pesqueras, como puede ser China o Taiwán. Estados Unidos, cuya posición ha cambiado sustancialmente con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca (protegerá el 30% de sus aguas para 2030), sigue sin sumarse al tratado. España, por su parte, de momento ha dicho sí, aunque “luego habrá que ver las tensiones internas entre las administraciones de Medio Ambiente, esca e Industria”, recuerda Marcos. La posición española en la última Conferencia sobre los Océanos de la ONU fue criticada por las organizaciones ambientalistas por falta de contundencia.

Patada hacia adelante

A pesar de que desde la ONU hay intención de sacar el tratado adelante en la cumbre de 2022, desde posiciones ecologistas no son tan optimistas. “Se habla de una quinta ronda de negociaciones. Cuando quieres hacerlo realmente vinculante y sólido es cuando pasas de las palabras bonitas a los esfuerzos, y los retrasos”, expone la responsable de Greenpeace.

Aunque el borrador actual del tratado es “un texto de muy buenas intenciones”, como lo califica Marcos, lo que queda es lo más complicado, principalmente cerrar todo lo relativo a minería de profundidad y pesca.

“Ahora el tratado tiene que decidir si se hace una cogestión con los organismos regionales de pesca, lo cual sería lo ideal, o simplemente no entra en el tratado la regulación pesquera”, apunta Pilar Marcos

Respecto a la primera, la duda está en si el tratado permitirá la extracción minera en el fondo marino o si, como afirma la comunidad científica, hay que imponer una moratoria hasta investigar unas profundidades marinas que, hoy por hoy, son más desconocidas que la superficie de la Luna y cuyos habitantes podrían sufrir las consecuencias de vertidos y residuos como los metales pesados.

La pesca en aguas internacionales es el otro gran escollo. Si bien hay organizaciones regionales de gestión de pesca (RFMO, por sus siglas en inglés)  y acuerdos multilaterales para la pesca en determinadas regiones o  especies, no hay una marco general. Además, “estos acuerdos sectoriales priman la explotación frente a la protección de la biodiversidad”, apunta Marcos. “Lo hemos visto en el caso del atún rojo. Y estos organismos quieren seguir teniendo potestad para la regulación de los caladeros”. 

El planteamiento del tratado es, hoy por hoy, conservacionista. Está por ver si el multilateralismo y la protección de la biodiversidad vencen a los intereses de las naciones y las industrias más interesadas en explotar los recursos del mar, gravemente dañados y sobreexplotados. “Ahora el tratado tiene que decidir si se hace una cogestión con los organismos regionales de pesca, lo cual sería lo ideal, o simplemente no entra en el tratado la regulación pesquera”, apunta Marcos, una posibilidad esta última que dejaría cojo el tratado antes de su nacimiento.